Los seres humanos nadamos en emociones. Ellas nos cobijan, nos
desnudan, nos incitan, nos excitan, nos apaciguan, nos atormentan, nos afectan,
nos reconfortan, nos estimulan, nos tranquilizan, nos aíslan, nos acompañan,
nos ofrecen, nos entregan, nos permiten, nos prohíben, nos desafían, nos
sostienen y, algunas cosas más. Con ella llegamos a las estrellas y nos caemos
en el abismo. Con ella vivimos y al hacerlo las vamos gestionando como creemos,
pensamos, aprendemos y, en ocasiones, como nos sale. Sin tantas vueltas.
Las emociones son parte de esa sangre que se hace vital. La
neurociencia ya puede explicarla mejor pero las emociones, ese sentir está en
nuestra piel, en nuestras modalidades, en nuestra comunicación, en aquello que
extrañamos, en lo que compartimos y en lo que soñamos despiertos.
Es muy difícil ocultarlas, a veces y está bien que sea así. Nos
permite el sano ridículo de lo que sale cuando sentimos. Aquello que nos remite
a la infancia cuando no nos importaba tanto un capricho absurdo y una
manifestación torpe de lo que nos daba vuelta por las tripas, como dicen.
Permitirse las emociones es un derecho que nos debemos; aprender a
gestionarlas para que no produzca daño ni a uno ni a los otros, es un deber que
necesitamos. El resto es un poco más de esto y algo menos de aquello, en esta
situación y no en aquella, pero siempre con estas personas y no con las otras.
O sea, una suerte de receta personal que se esconde en los libros inmemoriales
de nuestras vivencias y de nuestros deseos, allí donde vamos aprendiendo el oficio de ser felices con lo que tenemos
y de compartirlo con quien podemos.