Las personas tenemos momentos vitales. Esas situaciones, siempre instantes,
que vivimos y que atraviesan nuestra vida dándole sentido, profundidad y
consistencia. Son como puntos ineludibles de nuestra existencia, nuestros
mojones. Algunos son únicos, otros se repiten pero mantienen la unicidad en su
forma de ser evocados, sentidos, vivenciados
y, sobre todo, en la forma que se engarzan en nuestro “corazón” –lo sabemos, es
la forma de llamar al espacio simbólico donde confluyen nuestros sentimientos y
que permite que las emociones se expresen, las razones se movilicen-.
Casi todos esos momentos son los mismos para todos. Lo que se me
vienen a la cabeza son, por ejemplo, nacer, es el primero, no sólo por obvio,
sino porque nos nombran y contestamos aunque sea con ese llanto. Ese instante inicial
que nos marca, aunque la memoria no nos ayude, a tantos, sobre su recuerdo.
Luego pueden ser varios. Sin pretender ser exhaustivos se me ocurren: alguna
fiesta familiar –o varias que se sintetizan en una para el recuerdo que hablo-;
alguna farra, de esas que llamamos memorables porque nos permitimos ser felices
sin pensar en nuestros límites; una travesura, seguro. Pocas síntesis existen
donde se conjugan, tan clara y poéticamente, la inocencia y la felicidad.
La muerte de un ser querido, es inapelablemente fuerte e
innegablemente real, somos mortales, pero esta verdad no quita que nos golpea
siempre; el primer enamoramiento y el amor completo, que, pocas veces coinciden;
la primera crisis, esas que marcan etapas y que las necesitamos como el aire.
Aquellas conversaciones que nos dan la frase justa de la suma de los encuentros
esenciales.
Esa masturbación adolescente hecha con necesidad, deleite y luego con
temor que se den cuenta, sea por el rostro o por las sábanas. La primera vez
que tuvimos sexo, en algunos casos, el orgasmo siempre, no el primero sino el
que nos hizo sentir deseados y unidos; el desnudo que tuvimos descubriendo la
soberana belleza que alguien encuentra en nuestro cuerpo, independiente de cómo
el mundo ve nuestro cuerpo; esa risa enloquecida que nos asaltó a sabiendas que
no podíamos contenerla; el nacimiento de un hijo – mi padre dijo que era igual
a la suma de todos los amaneceres del mundo-; la vez que lloramos sin saber
cómo parar; la vez que lloramos sin poder mostrar lágrimas; la vez que lloramos
porque alguien nos contenía.
Lo curioso, de este listado incompleto, es que por más que todos y
todas podemos vivirlo, nunca es una vivencia que podemos comprender el sentido
total en el otro. Son esos instantes que llamaré vitales porque son parte de la
vida de cada uno y de cada una. Sólo vale porque los tuvimos y porque, en
varios casos, gloriosamente, podemos compartirlo con alguien. Aún en esos casos
el instante es personal, maravillosamente personal y mágicamente compartido.
La suma de esos momentos vitales es donde nuestra
humanidad aparece con su evidencia total. Eso es, sin dudas, la que permite, en muchas ocasiones,
conseguir la felicidad que todos y todas nos merecemos.