viernes, enero 16, 2015

Bodas de oro


La vida, siempre dicen, es ese camino que hacemos por esta tierra conocida durante un tiempo. Dura lo que dura pero siempre importa como dijo Vinicius “que nao seja eterna pero que sea infinita mientras dure”.
Sea como sea la vida que vivimos es bueno pensar que necesitamos testigos de ella. Los testigos iníciales son nuestros padres, o sea nuestra familia, aquella que nos permite crecer y alimentarnos –de todas las maneras posibles- hasta que salimos a eso que se llama adultez o, en ocasiones, nos empujan. Me explico, no quiere decir que esa familia deja de ser nuestra familia, sino que deja su papel principal de testigo. En la adultez vamos cambiando de testigos muchas veces. Hasta que un día formamos una nueva familia, distinta de la anterior en la medida que la tomamos como propia y real. Para hacerlo, uno elije a alguien que, a su vez, nos elije. Al hacerlo, escogemos, de alguna forma ese testigo que al cabo de un tiempo sabrá, con suerte, de nuestra vida y todo lo que conlleva: nuestros placeres, nuestras inquietudes, nuestros medios, nuestros fracasos, nuestros sueños, nuestras utopías, nuestros logros. Si el tiempo de compañía se extiende durante algún tiempo (cincuenta años es más que algún tiempo, es una vida misma) será no solo testigo de eso sino de ese andar donde concretizamos sueños en realidades, donde hacemos que las realidades tomen brillo, donde las cosas se edifiquen y otras no tanto, que las expresiones de deseo se conviertan en verdades o no, que las mentiras que podemos tejer se vuelvan verdades o al revés.
La vida siempre es un poco mucho, de tantas y diversas cosas. Por eso, los seres humanos nos damos el lujo de ordenarla de tantas formas diferentes, de acuerdo al ánimo que tenemos, el que, valga recordarlo, puede ser siempre confuso. Pero, sin embargo, sea como sea siempre encontramos “hitos” para marcarla como si fuese una forma de recordar que en el trayecto, aún en el largo, ha habido varios lugares donde podemos encontrar la síntesis significativa de lo andado.
Un viaje, y la vida lo es, lo contamos para el mundo por las grandes ciudades, pero con quien nos acompaña en el viaje, la  vivimos en las cosas cotidianas, en las que no tienen el peso de los “hitos” pero si, la dimensión exacta y maravillosa de lo imprescindible. Las dos formas son tan intensas para contarla pero es la suma de las dos cosas la que hemos vivido. Es como la memoria, que siempre nos hace jugar un poco mucho, se impregna completamente sólo en uno y nos permite versiones limitadas para los demás.
Es decir, podemos contar el haber pasado por la plaza San Marco, en Venecia, con nuestra testigo preferencial, por ejemplo y hasta mostrar las fotos; pero, no necesariamente vamos a contar sobre las caricias que hemos recibido en esa ciudad de quien hemos elegido y como nos dio el don de poder darlas. Sin embargo, lo primero toma valor porque lo segundo, lo que queda en la piel, como tatuajes indelebles, tuvo valor, en ese momento y aún hoy.
Cuando pasan mucho tiempo de ser testigo de alguien –y cincuenta años es bastante tiempo, aunque también lo son veinte y hasta quince- quizás hacemos recuentos de los grandes “hitos” y lo plasmamos de muchas maneras. Son intentos de síntesis de la suma de los días y noches donde lo cotidiano nos permitió estar. Recordamos de algún modo y, estoy convencido, muchas veces la memoria nos perdona muchas cosas en ese recuerdo tan “sui generis”. Es decir, hacemos con lo que reconstituimos, “una suerte de cuadro” que nos condensa algo –siempre más de lo que mostramos y mucho menos de lo que vivimos-, pero lo sabemos, la vida compartida, esa que tuvo el conjunto de las risas y lágrimas posibles, la que conlleva los recuerdos y los olvidos, la que tuvo las decepciones y los logros, la que sólo se vive porque hubo inquietudes y certezas, esa es la que están en las arrugas hermosas que el alma tiene por lo vivido, en los grises que son plata en los cabellos pero, sobre todo, en la mirada que no es la que ve, sino la que percibe, en los sonidos de antiguas músicas que no son conocidas por todos pero si por dos y eso, a veces, es lo que hace que la vida siempre haya valido la pena vivirla de a dos.
Salud por los que se animan a ser testigos, dos antiguos desconocidos que se encontraron porque se dio y que se permitieron el desafío en la adversidad y en la bonanza y así darse el lujo de poder compartir el día a día, donde radica, la simple felicidad de sentirse junto a alguien que uno siente especial.

g.

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